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domingo, 27 de noviembre de 2011

Hermanos de letras: Cyrano de Bergerac y Edmond Rostand

Gracias a la luz débil que me proporcionaba la ventana y la energía recuperada por un cítrico, me reconforté esta noche con la lectura de una historia bien amaba y conocida y que tantos arquetipos literarios me ha arribado a fascinar como modelo a seguir: Cyrano de Bergerac.

Este personaje de proporciones montañescas (¡No digamos su nariz!), dueño de un alma de igual tamaño es mi mayor ídolo. Es curioso, a la par que bello, enamorarse de un tipo que existió como poeta y dramaturgo allá en aquella Francia convulsa del siglo XVII. La Francia de los dos luises: Luis XIII y XIV.

El Cyrano antaño palpable (1619-1655) fue un dramaturgo y poeta francés, coetáneo de Molière. Llegó a tambalear los cimientos de la sociedad con sus críticas a la Iglesia y es también considerado el precursor de la ciencia ficción.

Pero a mi no me ha ''medio'' robado la personalidad el Cyrano histórico, el real. Me refiero al eterno, cuya piel ha persistido dentro un par de páginas viejas y húmedas.
Es ése Cyrano, el literario, hijo del romanticismo más nuevo, nacido de la pluma del gran Edmond Rostand,
el que con sus susurros llegó a cautivar la lengua de un enamorado para que este enamorase a su enamorada.

Os haré una pequeña sinopsis (''pequeña'' es relativo...) de esta obra de teatro publicada por primera vez en 1897, pero tan sólo obsequio el principio de la historia para no destripar la conciencia de los más inquietos:

Cyrano de Bergerac resultó ser soldado de armas y recta tinta, amante de las cosas más bellas que poco suelen escapar de los labios poderosos de todo hombre sigiloso. Don Cyrano era noble de sangre y corazón, de corpulenta gracia, brazos fuertes y pies patosos, con una labia que tintineaba entre lo honesto y lo extremo. Pero un defecto oscurecía toda esa hermosura de alma: hacía bien gala de narizota, un pedazo de ''rinoco'' que se asemejaba en demasía a una alberca en tamaño (hiperbólicamente hablando). Y esta singular característica le acomplejaba mucho.
Pero el complejo de narigudo no fue más imponente que el de poeta, y nuestro buen amigo se enamoró con el tiempo de una mujer tan lozana que se llamaba Roxanne. La dama dueña de la llave profunda de Cyrano era prima segunda del mismo y desde hacía tiempo el grandullón sentía unos sentimientos muy nobles por su familiar. El caso de esta historia que nos ocupa es que la buena de Roxanne no correspondía a Cyrano, como de costumbre.

Ella respondía a las espadas flamígeras de inocencia de otro hombre: el muchacho Christian, joven cadete militar. Roxanne y Christian se enamoraron recíprocamente. Y como es de suponer, Cyrano no sentaba muy bien ver como su amada se lanzaba  a los brazos eróticos de otro, un zagal dionisíaco pero de pocas entendederas (o sea nulas capacidades intelectuales).

Lo bueno de todo esto es que Cyrano y Christian eran amigos de ha mucho tiempo atrás, y se tenían alta estima.
Conocedores cada uno de los sentimientos del otro por la misma dama, llegaron a un acuerdo benefactor para ambas partes: Cyrano embelesaría a la cándida Roxanne con sus ardientes poesías en cartas a nombre de Christian y este recogerá el fruto sembrado. Todo esto con el fin de ayudar a su amigo para que no se le escapara la muchacha, que también la rondaba otro personaje, en este caso poderoso, y de alta estofa, el Conde de Guiche.
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La gente pensará ¡Pero si Cyrano perderá si ayuda a Christian a vencer el Conde! Pues debo avisar de que no, puesto que bien Cyrano es el enamorado entre las sombras y Cristián el guaperas que da la cara, Roxanne no termina cayendo enamorada a los pies de Christian por su hermosura (aunque reconoce ya bien entrada la obra que en un principio idolatraba al co-protagonista masculino por esa virtud), sino que se siente querida por las inmensas correspondencias que le envía Cyrano.

Al menos Bergerac puede desfogarse de sus callados sentimientos expresándolos a su querida, encima bien si es ayudando a un buen amigo.
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Admiro a este Cyrano de Bergerac por lo elocuente que es y la honestidad de la cual despilfarra en virtudes, además de una gran fuerza de voluntad.
Esa fuerza de voluntad es capaz de transmitirla Rostand en su obra. Y esa fuerza de voluntad es la que convierte cualquier hombre ridículo en un gran ser sentimental.

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